El espejo roto
Luis Guerrero
Fernando Maureira me obsequió hace poco un espejo roto. Quiero decir, me entregó una imagen elocuente de lo que ocurre en las escuelas respecto a su identidad y su propia historia. Maureira dice que las escuelas padecen del síndrome del espejo roto, porque no pueden ni saben mirarse a sí mismas. Ergo, no estarían en capacidad de autoevaluarse con lucidez ni de aprender de su propia experiencia. En verdad, si nos detenemos a pensar, muchas escuelas funcionan normalmente prescindiendo de toda información acerca de lo que fueron, lo que son y lo que desean ser, de sus logros, hazañas y fracasos, de lo que logran con esfuerzo o de lo que dejan de obtener por sus errores, de sus certezas e incertidumbres, de sus modos de ser y de pensar. Parecieran no necesitarla para existir. Los mismos planes, las mismas frases, los mismos ejemplos, los mismos ritos, las mismas equivocaciones, las mismas excusas, cada año se repiten a sí mismas en una continuidad fatal, con ciertas variaciones de forma a las que las normas obligan, pero sin registrar ni comentar sus pasos ni mirar para atrás.
Muchos profesores jóvenes que debutan en el ejercicio profesional reportan su sorpresa ante la resistencia de sus colegas a planificar sus clases. En esencia, cada año se repite lo que se hizo el anterior o, como suelen aconsejar los veteranos, se toma como guión de clases el cuaderno del mejor alumno. No es el secreto mejor guardado del mundo, además, la muy antigua costumbre de seguir la secuencia de un libro de texto al pie de la letra hasta agotarlo, se trate de alguno que el Ministerio les entregó gratuitamente o de algún otro que invitaron a comprar a los padres de sus alumnos. Lo que significa que los cambios de la edad, su evolución, sus nuevas experiencias, su mayor habilidad, las cosas raras que han seguido recogiendo y echando a su morral en un año más de vida, no representan ninguna novedad y no hacen en ningún caso la diferencia. Se les enseñará lo mismo y de la misma forma que a los niños de ese grado en años anteriores.
Peor aún, cuando alguno de estos noveles docentes se atreve a hacer observaciones, no importa con cuánta cortesía, a la forma de enseñar de los más viejos, descubrirán con rotunda contundencia que ese es uno de los temas de los que no se habla. Es decir, está en el Index librorum prohibitorum et expurgatorum de la escuela, junto a las peculiarísimas formas que tienen los docentes de interpretar el currículo, los aspectos que suelen pasar por alto por el poco dominio o comprensión que tienen de ellos, el minimalismo en la enseñanza de los aprendizajes más complejos, la rigidez con que se acostumbra responder a inquietudes no previstas de los alumnos, los prejuicios sobre los que no tienen padre, los adjetivos con que se les estereotipa a partir de un solo rasgo de su comportamiento, las preferencias por los estudiantes y padres más complacientes con los maestros, la inclinación por buscar defectos a las familias para justificar los fracasos en la enseñanza, la cantidad y calidad de las tareas escolares o su impertinencia, las atribuciones arbitrarias que se hacen a los alumnos y las malas profecías que se construyen sobre ellas, la intolerancia ante ciertas formas de ser, entre varias otras cosas de la vida cotidiana que constituyen, como dirían los antiguos griegos, el ethos de la escuela, su moralmente justificado modo habitual de ser.
Esta cultura institucional, que hunde y pierde sus raíces en el tiempo, no suele aparecer como parte de las hipótesis explicativas de los malos aprendizajes y nos sigue pareciendo que detrás de los pobres resultados que registran las evaluaciones nacionales, hay básicamente un problema de pobreza y de mala formación, metodológica y disciplinar, de los maestros. Ciertamente, si no forma parte de las explicaciones, tampoco forma parte de las soluciones. Mientras tanto, esta cultura institucional continúa protegiendo a la escuela con una textura impenetrable para las políticas educativas más innovadoras, las demandas más exigentes del currículo, los nuevos enfoques pedagógicos y los mensajes de cambio dirigidos a la gestión o al desempeño docente. De una manera u otra, aún con nuevos currículos, textos novedosos, consejos escolares y proyecto educativo propio, las escuelas se las arreglan para evadir cualquier amenaza de ruptura a su estabilidad y su continuidad. La ola de cambios que se inicia en el Perú a mediados de los 90, independientemente de la opinión que tengamos de ella, fue recibida por muchos docentes con dos frases emblemáticas: «deja nomás, ya pasará» y «es lo mismo de siempre, pero con otro nombre».
Nelly Chong me contó hace algunos años una anécdota divertida acerca de una señora que preparaba el asado no del modo convencional sino en cacerola y picado en pequeños cubitos. Interrogada un día por sus ocasionales comensales acerca de esta rareza, la mujer entró en confusión y confesó que no tenía una explicación, fuera del hecho de que así lo aprendió a hacer de su madre. Se le preguntó entonces a la madre y su respuesta remitió a la abuela. A su turno, el relato de la abuela fue muy simple: cuando ella aprendió a preparar asado no disponía en casa de horno ni implementos suficientes de cocina, tan sólo de una cacerola pequeña donde por fuerza había que hacer entrar la susodicha carne, aunque sea a trozos. Lo interesante de esta historia es que muestra elocuentemente como las personas tendemos a asumir conductas que en algún punto de nuestra historia personal tuvieron una razón de ser, pero que se perpetúan aún si tal razón se extinguiese por completo. Este caso muestra la reiteración irracional de una conducta inocua, pero no toda conducta que se rigidiza en nosotros, o en las instituciones, son igualmente inofensivas.
Según la física, la inercia representa la dificultad o resistencia de un cuerpo o un sistema para modificar su estado de movimiento o de reposo o su propia temperatura. Es ese el rasgo que caracteriza a instituciones como la escuela, que aman y defienden la estabilidad aún cuando su escasa capacidad de adaptación y de respuesta a lo nuevo tenga consecuencias tan fatales que pongan en riesgo las funciones que justifican su existencia misma. Para preservar esa estabilidad, precisamente, es que ha roto el espejo.
Veámoslo de esta forma. Buena parte de los cambios buscados por las políticas y los nuevos marcos legislativos, parten de premisas no compartidas por muchas escuelas y sus actores. En general, pese al lenguaje burocrático y formalista en que suelen ser redactadas, representan una ruptura con el sentido común que ha venido sosteniendo por décadas las prácticas institucionales y pedagógicas en el sistema educativo. Es por eso que los consejos escolares, los proyectos educativos institucionales, las bibliotecas de aula en la primaria, las propias demandas del currículo, desde la más elemental que representa leer y comprender o usar las matemáticas para formular y resolver problemas, entre otros cambios, constituyen cuerpos extraños en la lógica de funcionamiento de nuestras escuelas, en sus formas de organización, en sus hábitos de enseñanza. Es por eso que los consejos no se reúnen, los proyectos existen sólo en el papel, las bibliotecas no se usan, se sigue enseñando a leer de manera mecánica e irreflexiva y reduciendo la matemática a un conjunto de algoritmos.
Si estas premisas se hicieran visibles en su novedad, en su necesidad y en su conflicto con las creencias y hábitos más instalados en la rutina de las escuelas, si entraran como tema de conversación en la agenda con estos actores, los actores tendrían que sacar del index las premisas de su propio actuar y empezar a discutirlas de manera abierta. Este paso abriría la posibilidad de acuerdos sobre las premisas de los cambios, sobre el nuevo sentido común que los sostienen, sobre su necesidad y sus ventajas. Nada mejor que esto haría surgir el compromiso de los actores, la conveniencia de empezar a mirarse y, por lo tanto, su disposición a reparar por fin el espejo roto.
Un espejo sano podría revelar aspectos sorprendentes en la vida y en la historia de las escuelas. José Luft y Harry Ingham inventaron un modelo sumamente útil para hacer posible el mutuo descubrimiento en la interacción humana. Por la forma en que se suele representar –cuatro ventanas o cuadrantes atravesados por dos vectores- se ha hecho conocido como la «Ventana de Johari». Este modelo divide la percepción del otro y de sí mismo en cuatro tipos: abierto, ciego, oculto y desconocido. Si estas cuatro ventanas fueran las partes de un gran espejo en que se miraran las escuelas, el área abierta revelaría sus cualidades y defectos más visibles para ellas y para cualquier persona; el área ciega mostraría aquellas características visibles para los demás pero invisibles para ellas; el área oculta revelaría todo aquello que es visible para la escuela pero no para otros; el área desconocida dejaría entrever rasgos desconocidos por la escuela y por los demás. Un instrumento de autoevaluación institucional debería considerar estas posibilidades.
Jaques Lacan, el eminente psicoanalista francés, llamaba «estadio del espejo» a un momento fundamental en la constitución de la personalidad, característico de los primeros 18 meses de vida, en el que aprendemos a reconocernos a nosotros mismos delante de nuestra propia imagen, sea desde un espejo o desde los ojos de otro. Si las escuelas, pese a sus siglos de existencia, no han aprendido a hacerlo, podría ser quizás por no cumplir los dos requisitos básicos señalados por Lacan: no han madurado en su capacidad de explorarse y descubrirse en todos sus rasgos y facetas, ni de elaborar racionalmente lo que ven dentro de sí mismas. Y tampoco se han tropezado con nadie capaz de estimularlas a hacerlo sin temor, de devolverles su imagen convincentemente, de enseñarles a mirarse, de persuadirlas de la necesidad de hacerlo para poder crecer. Ni de las enormes ventajas y satisfacciones que representa crecer.
El problema es que nadie que no aprenda a aprender de sus propios aciertos y errores, que no haga conciente sus lados fuertes y débiles, sus temores y prejuicios o la posibilidad de reescribir su propia historia, estará en condiciones de crecer ni de hacerse responsable de sus propios actos.